Tiene la cabeza llena de ideas que bajan en cascada hasta sus pies formando remolinos al caer. Desde que sale el sol hasta que se pone nota la dichosa prisa en su interior. Esa especie de temblor interno. Esa inquietud apresurada. Ese peso en el esternón justo encima del estómago.
Quiere salir a la superficie pero no puede. Se debate a muerte contra sus pensamientos opuestos. La mente le gasta bromas. Le tiende la mano, le marca el sendero y luego sale huyendo despavorida cuando algún sentimiento se descarría. Y no encuentra el camino de regreso.
Quiere tomar nota del hilo de sus arguentos y colgarlos por escrito en la pared.
Quiere hacer un dibujo gigante con carreteras, senderos, paisajes, luces y colores.
Quiere salir a respirar oxígeno pero no se atreve a moverse. Se marea. Cierra los ojos. Se tumba en la cama. Casi se queda dormida pero cuando está cerca de las manos de morfeo un sobresalto la arranca de la dulzura esperada.
Tiene miedo. Se siente débil. Impotente. Le da rabia ser débil.
Las voces de su cabeza no callan nunca. Ni de noche ni de día. Susurros imperceptibles. Serpientes en la boca de un pozo negro.
Un niño vomita mierda en sus pesadillas.
Al borde del abismo se pregunta cuanto durarán las ráfagas de miedo avasallador.
Teme por su lucidez. Se ha desdoblado completamente. Sus dos mitades flotan en el espacio sin poder tocarse.