Tenía una casita cerca del mar. Cada verano se instalaba en ella para pasar los meses cálidos disfrutando de la playa y del sol. Por las mañanas salía temprano a comprar pan, verduras y fruta fresca. Después nadaba durante un buen rato y paseaba por la cala recogiendo conchas hasta que el sol empezaba a quemar demasiado.
Cuando acababa de comer leía libros de poesía, preparaba compota de verduras, escribía cartas a sus amigos, disponía adornos florales para alegrar el ambiente, tejía piezas de lana para el invierno, bordaba ornamentos de colores en sus confecciones, diseñaba ropa, practicaba bricolaje, creaba perfumes, cosía redes de los pescadores, escribía relatos cortos, decoraba la casa, plantaba flores o pintaba cuadros a la sombra del porche.
Por la tarde salía de nuevo a pasear por el pueblo costero lleno de tiendas de recuerdos y de rincones preciosos repletos de encanto. Muchas veces se llevaba la cámara de fotos y retrataba con su mirada experta cualquier cosa que le llamaba la atención.
Después de cenar recorría el paseo marítimo a buen ritmo y ya de vuelta se sentaba en una heladería que ofrecía un sinfín de sorbetes de fruta de sabores deliciosos a todos los clientes que hacían cola y esperaban pacientes su turno para ser atendidos.
Al cabo de unos años acumuló tantos cuadros, tantas cartas, tantas fotos, tantos adornos, tantos muebles, tanta ropa, tantas fragancias, tantos relatos y tantas flores que empezó a perder el interés por las cosas.
Al principio no se dio cuenta porque todo sucedió de una manera gradual y progresiva. Un buen día dejó de hacer fotos porque no le cabían más álbumes en sus estanterías ni le cabían más estanterías en las paredes de la casa. Cuando se dio cuenta de que sus diseños se parecían mucho los unos a los otros perdió el interés creativo. Tuvo la idea de comprar comida cocinada para no tener que pasar tantas horas delante de los fogones. Dejó de regar el jardín y no plantó más flores. Regaló los cuadros a sus vecinos porque había pintado tantos mares que tenía la sensación de ahogarse en ellos. Abandonó el hábito de nadar. Desistió de salir por las noches. Cada día se sentía más cansada al despertar por la mañana. Olvidó el nombre de sus amigos. Desatendió la casa. Abandonó el hábito de arreglarse. Omitió sus emociones. Negó su talento y se arrinconó sin consuelo en su habitación con las persianas bajadas y las cortinas echadas.
La mujer que una vez vivió en aquella casita de verano tenía un nombre que a base de no ser pronunciado se borró para siempre como las pisadas de las gaviotas en la playa.
